lunes, 17 de septiembre de 2012

The wall

Mis capacidades me vuelven inmune al dolor. Al menos ahora estoy segura de eso.
Caminé por el oscuro sendero que alguna vez me llevó a cometer el delito. Llegué, miré la pared. Aún tenía las manchas de aquel día, manchas bordó y alineadas en una fila de gotas en el muro de tapices blancos.
Estaba sorprendida de que no me afectara. Parada, en la oscuridad, frente a la escena de lo que alguna vez hice, de lo que no me arrepiento.
Aún recuerdo tu rostro. Pálido, delgado y hermoso. Ese rostro del que alguna vez fui presa.
Estabas triste, lo notaba en tu mirada. Me pedías perdón, llorabas para que no lo hiciera. Pero el dolor y la sed de venganza rebasaban cualquier límite. No podía hacer nada cariño, era mi deber.
Todo había pasado ante mis ojos, jugaste sucio y burlaste mi confianza. Tus ojos se posaban lascivamente sobre su cuerpo, tus manos recorrían cada parte de él, eras presa de su mugrosa boca. Todo mientras yo los miraba detrás de la gran puerta, reteniendo mi odio y tragando mi furia.
Me descontrolé, lo acepto. No podía contener lo que tenía dentro. Era demasiado, tenías que entenderlo.
Una de las únicas personas a las que le había brindado mi confianza, y sólo la ignoraste.
No recuerdo demasiado bien lo que pasó por mi mente al entrar. Mi memoria se limita a los hechos que sucedieron después de clavar fríamente el cuchillo de cocina en el vientre de tu amante. Gritó como un condenado gato, hasta por un momento me dio pena. Pero seguí, no me detuve al percibir su sufrimiento. Tu estabas congelado, no emitías sonido alguno, no te movías, sólo eras un espectador del escalofriante espectáculo que tu engaño produjo.
La pequeña quedó tendida en la cama, agonizante, esperando a que la muerte se apiadara de ella y acabara con su sufrimiento.
Seguías tu.
Tus ojos no podían mantenerse fijos en un punto. Mirabas el arma, mirabas a tu compañera de aventuras, me mirabas a mi. El temor irradiaba de tu cuerpo, temblabas y sudabas como el cerdo en el que te habías convertido.
Lentamente inserté el filo del cuchillo en tu vientre, lo levanté hasta que pude sentir tu esternón con la fría hoja. Escapaste, pero tus heridas eran demasiado profundas. Tu huida no fue muy larga, llegaste hasta el comedor, caíste y te arrastraste hasta la pared para sostenerte. Ésta pared.
Mi vestido estaba cubierto de sangre, mis cabellos me tapaban completamente el rostro, mi aspecto era digno de tus peores pesadillas. Me acerqué lentamente, sólo me mirabas esperando misericordia.
No amor, ese no es mi estilo.
Sujeté tu pelo, tu desnudo cuello quedó al descubierto. Mi lengua recurrió toda su extensión, y sin aviso previo el filo destrozó tu yugular causando una espectacular y mortal hemorragia.
Tu cuerpo se estremecía violentamente, convulsionaba tratando de dar su último aliento, hasta que no quedó rastro de la vida que alguna vez lo habitó. Tus ojos se voltearon, pude ver claramente la blancura en las cuencas.
Quedaste allí, tan débil, tan indefenso. Tendido en tu propio comedor. Asesinado por tu propia esposa.  Besé tu frente y me marché.
En la calle la policía rodeaba todo el edificio, imaginé que algún vecino se habría molestado por semejante chillido que tu acompañante emitió.
No me resistí a la detención, mis nervios se habían calmado y la paz reinaba en mi cuerpo.
Me condenaron a cadena perpetua. En el juicio tu madre lloraba y tu pequeño hermano me miraba con terror.
Pasaron los años, no tuve mucho problema para acostumbrarme. Pero llega un momento en el que todo se vuelve repetitivo y un tanto aburrido.
Debo decirte que la seguridad de la prisión es patética.
Sólo pasé por aquí a visitarte, sé que alguna parte de tí quedó en este lugar. Sé que, en donde quiera que estés, te arrepientes de lo que me hiciste y sigues pidiéndome perdón.
¿Sabes qué cariño? Te perdono; pero no vuelvas a hacerlo. O me veré obligada a perseguirte por la eternidad en las candentes profundidades del infierno, y estoy segura que tu no quieres eso. ¿Verdad querido?.


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