Si quieren lograr el ambiente aproximado de la historia, carguen la canción y escúchenla mientras leen.
Louie era simple, pero perfecto. El único que hasta
entonces había entendido lo que realmente sentía por ella.
Ella.
No tenía razones para dejar de creer. Sólo él era capaz de
llevarme a ese abismal paraíso donde ella reinaba. Ese lugar, nuestro lugar.
Su voz era la más dulce que había escuchado hasta entonces.
Mi violín y su voz eran uno.
Él era el violín; el
violín era Louie. Mis compañeros en la soledad, mis dos almas gemelas, mis armas
para enfrentar la oscuridad.
El perfecto diamante de cuatro aristas.
Tal vez no éramos iguales, es más, nuestros cuerpos eran muy
diferentes. Él era luz, yo oscuridad. Él era la nieve pura de invierno, yo la
tempestad encarnada.
La soledad, el desamparo, la maldad, la necesidad; sobre
todo el amor por ella. La unificación de esos factores nos unían, nos volvían
una sola… ¿persona?
Las noches pasaban, nuestros cuerpos se debilitaban, pero
nada nos impedía dejar de amarla. Podíamos pasar horas interpretando las
hermosas y lóbregas líneas y melodías que se cruzaban por nuestra imaginación.
Teníamos que encontrarla, teníamos que contentarla. Todo se
había convertido en una especie de ritual, en un sacrificio que hacíamos por el
apasionado amor que sentíamos por ella.
Tal vez no había un escape, quizás porque no lo necesitábamos.
Era como si nuestra existencia estuviera dedicada pura y exclusivamente a ella,
hasta el final, sin importar de qué forma se manifestara. Nuestros cuerpos
estaban destinados a morir por ella. La amábamos, la idolatrábamos; era nuestra
fuente de vitalidad, la energía que nos mantenía aferrados a nuestras
solitarias almas.
No, ni siquiera la muerte nos separaría de ella. El
romántico deceso era sólo una forma de mantener la inmortalidad de su nombre,
de su amor. Seguiríamos interpretando nuestro sacrificio incluso en la tumba. Nuestros cuerpos
descansarían, se descompondrían, no así nuestras almas continuamente excitadas
por su amor.
Quizás por esa razón ni siquiera el húmedo y putrefacto olor
a tierra nos molesta; tampoco la caja que nos encierra. Nuestra esencia sigue
animada, ofreciendo el continuo sacrificio que demanda nuestro inocente amor.
Por siempre en la eternidad, en las abismales paredes que
nos encierran, en las lúgubres nubes que nos envuelven. Ella, nuestra amada e
inmortal justiciera, nuestro refugio.
Ella…Jill.